martes, 13 de marzo de 2012

"No te olvides de seguir creciendo"

Tiene manos de actriz. De diva de cine. Suaves. Con algunas manchas propias de la edad. Las uñas, sin pintar y cortas. Como si fuera una niña que va a la escuela y la madre se las acaba de cortar. Sus labios son finos. Los trata de engrosar con un rouge rojo. El mismo que se coló entres los dientes y que se dará cuenta minutos más tarde. Su cabello es lacio, fino y canoso. Blanco. Está recién cepillado. Su peinado es el de toda la vida. Puede parecer la más aristócrata de las aristócratas, pero también puede ser la más gritona del barrio. Como Elvira, su recordado personaje en "Esperando la carroza". Puede parecer sincera, pero responde en automático. Como sabiendo las preguntas y las respuestas. Cuesta sorprender a China Zorrilla. Le sobra calle. Hoy, a los 90 años recién cumplidos, le sobran anécdotas. Huele a perfume Channel. Huele a satisfecha. 


Nació en Montevideo. Vivió en la Londres de la posguerra. En París y en New York. De Estados Unidos se trajo una de las tantas anécdotas maravillosas que cuenta con los encantos propios de una hechicera. Trabajaba como profesora de francés cuando le pagaron por primera vez con un cheque.

-¿Y esto qué es? Yo quiero plata. Esto es un papel de porquería. ¡Yo quiero plata! ¿Qué hago con esto?-, preguntó, exigió, reclamó y volvió a preguntar una joven uruguaya que había viajado a Manhattan a estudiar teatro.

-Lo pone en el banco-, le contestó un empleado del Liceo Francés.

China salió del colegio y fue al primer banco que encontró. Preguntó cómo cambiaba ese trozo de papel por unos dólares. Le dieron una chequera. La primera de su vida. Le dijeron que cada vez que quisiera pagar, lo hiciera con su flamante chequera. Les hizo caso. Salió del banco, llegó a su casa y firmó los cincuenta cheques con una dedicatoria: "Atentamente, China Zorrilla".

Hoy vive en Argentina. En la calle Montevideo. En Recoleta. En un departamento de dos dormitorios y dependencias de servicio y sin palier. En realidad con un palier que se transformó en biblioteca. "Necesitaba espacio para mis libros. A mi casa se entra por la cocina".

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Está rodeada de gente que va y viene. Familia y amigos. Odia que le pregunten por qué no se casó. Le cambia el humor y cuenta que estuvo a punto. Que no se dio por que eran otros tiempos. Porque la familia del novio no aceptaba que se casara con una actriz. No contaba que era una señorita de buena familia y educada en colegio de monjas francesas. Tardó tiempo en perdonarlo. Olvidarlo. "Hace poco se murió. Me mandó a decir con su enfermera que fui la mujer a la que más amo".

Enseguida se encarga de contar un cuento que le amargó la niñez: "Se trataba de una mujer muy mala. Odiada en todo el pueblo. Recuerdo la parte que decía en cuanto a sus cuatro hijos, terminaron los cuatro como era de imaginarse. El mayor cometió un crimen y terminó en la guillotina. El segundo robó un banco y le pegaron un tiro. La hija mayor se hizo prostituta y la menor actriz'. Yo quiero ser esoooooo!!! Actrizzzzzzzzzzz".

Pero las pilas de cartas en la mesa de luz, en el escritorio, la biblioteca y la caja de cartón negra del placard no están dedicadas a ese amor. Después hubo otro. Del que no se puede olvidar. Al que le dedicó cientos de poemas. Al que atesora con y en el alma. "Se casó con otra", dijo con una naturalidad cruel, "lo recuerdo sin llantos y sin tragedias".

No tuvo hijos, pero muchos la sienten su madre. Su abuela. Bernardo Neustadt le regaló su perra Shorkshire Flor y desde entonces se mueven como siamesas. "No se puede pasar por la vida sin tener un perro", dice orgullosa.

Camina con dificultad por la decoración clásica de su living: portarretratos, premios, alguna que otra planta, un piano, cuadros con marcos dorados y muchos recuerdos. En una esquina, una mesa de roble redonda y tres sillas. Más allá un sillón de dos cuerpos con dos mesas de bronce y tapa de mármol blanca a cada lado. El mismo que retrataron fotógrafos de varios medios reproduciendo la imágen cientos de veces.

Al fondo, plantas. "El jardín de una vecina que no tengo que cuidar y que creo que es mío". La ventana de los vecinos que la adoran. Que más de una vez contaron que viven en el mismo edificio que China Zorrilla. Que ella los saluda por su nombre. Ahora se la ve poco, coinciden. De a poco, los suyos, aminoraron los compromisos fuera de la casa.

"No puedo caminar una cuadra que alguien me viene a saludar". Ella se detiene. Conversa con cada uno. Estampa su firma en pequeños boletos de colectivo. En servilletas arrugadas de algún bar. En pañuelos descartables. Agendas. Libros. Lo que sea. Los argentinos la adoran y se lo demuestran.

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Después de trabajar en decenas de películas, obras de teatro y programas de televisión, China tiene que seguir trabajando porque nunca ahorró dinero. "Yo tengo una filosofía con el dinero. Ningún ser cristiano puede tener en el bolsillo 10 pesos que le sobran y saber que el de enfrente no comió. Ama al propio como a tu mismo y echemos a los mercaderes del templo".

A China no le cuesta decir qué inclinación política elige y eligió. Confesó que admiró profundamente a Néstor Kirchner y que hoy "soy de izquierda, de izquiera cristiana. No me hace falta estar en la iglesia para hablar con Dios. Mi educación fue muy severa, siempre hacían hincapie en la castidad. Después, con los años, fui dejando de ir a misa. Hoy agradezco. Agradezco la vida que tengo. Tengo salud para hacer lo que más me gusta -¡y que encima me paguen!-, que es actuar".
 
El secreto para llegar como ella a los 90 años no sabe cuál es. La dieta, seguro que no. Como no sabe y no le gusta cocinar, si quiere comer algo salado "como una galletita con queso. No me cocino, si no tengo para comer, me como un dulce, que siempre es un buen consuelo".

Los cuidados para la salud, dice, son pura herencia. "Tuve mucha suerte en la vida. Estoy bien conservada. Mamá murió a los 95 años. En ese momento dijo algo muy sabio, fue antes de morir. Ella le tenía miedo a la muerte. Estaba en una cama enorme, parecía la cama de Lucrecia Borgia. Flaquita, siempre sonriente. De golpe empezó a sonreir, como una nina pícara que descubrió algo".

"Che china, mirá qué bien hechas están las cosas, ahora que es inminente mi paso al otro mundo. El miedo le dejó el paso abierto a la curiosidad", le dijo su madre horas antes de morir. "Volví a Buenos Aires y me dijeron que mamá murió esa noche", recuerda.

"Esa frase me cambió la vida. Me quitó el miedo a la muerte. Siempre le tuve curiosidad. Nos dejó esa herencia: no tengan miedo", reflexiona.

A la hora de imaginar qué otro mundo la espera, metaforiza que será como un parque de diversiones. Dice que "quisiera que el cielo fuera igual que la vida sin las cosas malas. Sin hambre, que mueran viejos y no niños, en esas cosas".

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Pasaron diez años de aquel día que Eduardo Galeano la enamorara aún más con una dedicatoria que nunca olvidará: "Te felicito a tus primeros ochenta y no te olvides de seguir naciendo".  Hoy, huele a satisfecha.

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