miércoles, 11 de abril de 2012

Dicen que las segundas partes no son buenas, no es el caso


El pasaporte de Amanda
(2)

Después de recibir la carta de Ámsterdam, Leopoldo pasó por el estudio de su madre en la esquina de 10 y 53. Frente al Teatro Argentino. Desde allí todos los sueños de ser cantante eran posibles. Infinidad de veces cantó a los gritos desde el balcón que se asoma sobre calle 10 con vista privilegiada. Había una canción de Frank Sinatra que su abuela Amalia siempre se la cantaba. Se llama “A mi manera”, le dijo Amalia. Leopoldo apenas sabía las letras cuando se la enseñó a cantar en inglés. Más tarde supo que esa letra sería su himno personal. Él la prefería en castellano. Por más que la letra sonará en inglés, tenía la facilidad de entonarla a la par en castellano. Sus amigos le criticaban que escuchara a María Martha Serra Lima interpretando esa canción. A él le fascinaba. Podía repetirla mil veces. Esa mañana de agosto, con el sobre en la mano y decidido a hablar con su madre, se tomó un taxi desde la terminal de ómnibus y el taxista escuchaba esa misma canción. No debería estar escuchando esa canción, pensó Leopoldo. No esa mañana. Se sentó, le indicó la dirección, se quitó los guantes de cuero negro y cantó para adentro. 

He amado/he reído y llorado/ tuve malas experiencias/me tocó perder/ y ahora que las lágrimas ceden/ encuentro tan divertido pensar que hice todo eso/ y permitirme decir, sin timidez/ oh, no, oh no, a mí no, yo sí lo hice a mi manera.

Lloró. Se secó las lágrimas con la mano derecha y siguió escuchando. Leopoldo no creía en las coincidencias. No existen, le enseñó su padre. ¿No existen?, se preguntaba sentado en ese taxi con olor a humedad y pensando en su abuela. Miraba el sobre, levantaba la cabeza, la mirada se perdía en alguna vereda y seguía tarareando. Pensó que después de hablar con su madre podría pasar por lo de su abuela a cantarle esa misma canción. Pensó en por qué había dejado de ir con frecuencia a visitarla, si eso era una de las pocas cosas que más disfrutaba de la vida. Enseguida supo la respuesta. Haber aceptado el cargo de fiscal. El cargo que tanto orgullo sintió su padre el día que juró en el Palacio de Tribunales. Cuando el taxista le dijo que el viaje eran veintidós pesos, Leopoldo no escuchó. Veintiún con 90 pero no tengo monedas, ¿le parece bien si redondeo en los 22?, le preguntó el hombre de anteojos y dientes torcidos que se dio vuelta y lo miró fijó a los ojos. Leopoldo sacó la billetera del saco, le dio veinticinco pesos y le dijo que se quedara con el vuelto. En realidad creyó haber escuchado que el hombre pelado le dijo veinticuatro con noventa y por eso le agregó que se quedara con el vuelto. A él no le gustaba hablar con taxistas. Pero esa mañana, eso era lo de menos. Es más, se subió a un Peugeot 504 cuando nunca tomaba ese modelo de auto. Lo detestaba. Le molestaba que el dueño de un Peugeot 504 le cobre lo mismo que otro que tiene un auto más nuevo y en condiciones. Pero cuando lo paró, no se dio cuenta qué auto era. Cuando Leopoldo abría la puerta del taxi con la licencia borrosa, una mujer le preguntó si quedaba libre. Tampoco la escuchó. La mujer insistió y él siguió como si nada. La mujer lo insultó por ser tan descortés, pero él ni siquiera la escuchó. 

Caminó un par de pasos hasta que tocó el portero en la escribanía de su madre. Del otro lado creyó escuchar a Elsa. De pronto sonó la misma voz de aquella mujer que lo iba a buscar a la escuela todas las tardes y lo llevaba hasta su casa. Enseguida asoció que el hecho de que no le gusten los taxis es porque Elsa siempre lo hacía tomar uno por siete cuadras. Es la orden de la Doctora y no se discute. Vos venís conmigo, te dejo en la puerta de la casa de tu abuela y hasta que no entras yo no me voy, repetía con fidelidad la tía Elsa. Así sus padres querían que la llamen: “tía Elsa”. 

Sí, quién es, preguntó la mujer del otro lado del portero. Elsa soy Leopoldo, contestó. Elsa no trabaja más, pero ya le abro; suba, le dijo la nueva empleada. Leopoldo hubiera jurado que esa voz era la de Elsa. ¿Desde cuándo Elsa no trabaja más en el estudio de mamá?, ¿ya nadie me cuenta nada?, le preguntó Leopoldo a Amanda cuando se la encontró en el primer piso, sentada detrás de su escritorio.

Su hermana le había contado que la semana pasada Elsa se había jubilado y hasta le recriminó que él no haya ido a la cena de despedida que se organizó en el restaurant "El Quijote". Esa noche Leopoldo no apareció. A todos les llamó la atención. Jamás hubiera faltado sin avisar. Y más tratándose de la tía Elsa. Hace días que anda con la cabeza en vaya a saber qué, le dijo Amanda a su madre. Ella creía que se había peleado con Facundo, pero eso no se lo podía contar. Desde que su hermano blanqueó su relación, su madre le pidió por favor que nunca tocara ese tema con ella. Las sospechas de Amanda estaban fundadas en el llamado que recibió de su cuñado. ¿No sabés por qué está tan raro tu hermano? ¿Volvió a discutir con tu papá?, le preguntó Facundo. Ambos habían notado que a Leopoldo algo le sucedía. Raros somos todos en esta familia, recuerda que le respondió. Pero Amanda siguió ensimismada con la rutina de la escribanía y no reparó en el carácter extraño de su hermano hasta que el comisario Torres se lo preguntó. El policía la interrogó por rutina, unos días después del suicidio, y ella no supo qué contestar. Estaba inmóvil. Se reprochó estar ocupada en recibirse. En haberle dedicado poco tiempo. No entendía cómo ella no pudo anticipar eso. En realidad nunca se le cruzó por la cabeza que su hermano se suicidaría en la casa de su pareja.

Me voy a Ámsterdam por seis meses. El 2000 me llega en Europa. Seguro que vuelvo para tu recibida. Me salió una obra allá. Cuando vuelva te llamo, decía el escueto mail que Facundo le mandó a Amanda. Apenas terminó de leerlo, agarró el teléfono y lo llamó. Soy Facu, ahora no estoy pero dejá tu mensaje, le dijo la voz de Facundo grabada en el contestador del teléfono. Se enfureció. Habían estado juntos el fin de semana pasado y jamás le había anticipado nada. Desde que Leopoldo murió, la relación se había intensificado. Él quería saber todo de ella. La llamaba dos veces al día. Cenaban casi todas las noches juntos y los fines de semana prácticamente parecían novios. Esa simbiosis despertó la ira de sus padres. Volvían a desaprobar a ese chico que, para ellos, era el causante del suicidio de su primer hijo. Facundo no tiene nada que ver, nadie sabe qué pasó. A mí me hace bien estar con él. Les ruego que por favor no me cuestionen, no ahora, les pidió Amanda a sus padres una noche que sonó la bocina del auto de Facundo avisando que la esperaba afuera de su casa.    

¿Conoces a Héctor Arlegui?, le preguntó Leopoldo a su madre. La doctora Ana Urquiza de Monti estaba sentada y tenía un papel en la mano. Se levantó, se le cayó el expediente, lo miró a los ojos y le preguntó: ¿Héctor qué? Arlegui, Ar-le-gui, deletreó Leopoldo. Cuando Ana se agachó a levantar la hoja, entró Amanda. ¿Todo bien?, preguntó sin saber que en ese despacho algo pasaba. Por ahora, sí, dijo Leopoldo. No, no conozco a nadie con ese nombre. ¿Es un cliente del estudio?, preguntó la escribana con un leve temblequeo en las manos. Él te conoce, a vos y a papá. Va eso me dijo, en realidad me lo escribió. ¿Y a Graciela Lupe? ¿La conoces? Lupe me suena, me suena, dijo la mujer algo nerviosa.

Leopoldo quería ir a lo de su abuela pero en la cabeza tenía dos nombres: Héctor Arlegui y Graciela Lupe. Ese día se reprochó no saber manejar. Llamó a su oficina y dijo que no iría a trabajar. Cuestiones personales, explicó. Cuando cortó, buscó en los contactos de su teléfono el nombre de un colega y no lo encontró. Volvió a llamar a la oficina y pidió el número del doctor Lorenzo López, el especialista en Derechos Humanos. Se lo dieron y lo llamo. Necesito verte con urgencia, le dijo. López le dijo que lo esperaba al mediodía. Acordaron encontrarse en el bar de 13 y 48. Leopoldo antes pasó por su casa, llamó a Facundo y se cambió la ropa. Cuando llegó, llamó por teléfono a su abuela pero nadie atendió. Dejó el mensaje y le avisó que esa tarde pasaría a visitarla. Prendió la radio. Una locutora leyó el título de un flash con música de fondo en tono alarmante: “Insólito accidente provocado por bailanteros: 9 lastimados”. Leopoldo sólo escuchó la palabra bailanteros. “El grupo bailantero "Los Chakales" había comenzado el show cuando una gran cantidad de fanáticos colmaban las instalaciones del boliche Eskandalo, en City Bell. Todo era una fiesta. Sin embargo, una bomba lanzapapelitos, que había sido instalada sobre el escenario, explotó sobre el público. Hubo pánico y nueve personas terminaron en el hospital de Gonnet”, completó un locutor. Para ese entonces, Leopoldo había puesto agua en la pava para hacerse un té. Espero que el agua hirviera sentado en la mesada. Miró por la ventana que se asoma a la calle y decidió ver que podía rastrear de todo lo que decía esa carta. Con la mano izquierda sostenía la taza y con la derecha hojeaba la guía telefónica. Fue hasta a la “h” y bajó con la mirada hasta la “he”. Encontró varios “Héctor”, pero ningún “Arlegui”. Después hizo lo mismo con el de Graciela Lupe. Encontró a una mujer con ese nombre y la llamó. Marcó el número y un señor con voz de viejo le dijo que su esposa había muerto en 1986. Se disculpó, supo por la fecha que no era la mujer que buscaba. Según la carta, Lupe había muerto diez años antes. Cuando tomó el último sorbo del té, analizó a dónde tendría que ir. ¿A las Madres o a las Abuelas de Plaza de Mayo? Estaba confundido. Cerró los ojos. Se llevó una mano a la frente y se le cayó una lágrima: primero recorrió el pómulo colorado y después se perdió en la comisura del labio.

domingo, 1 de abril de 2012

Un poco de ficción no viene mal


El pasaporte de Amanda
(1)

Esa mañana no debía oler a scones. No esa mañana. No esa mañana en que Amanda dejaría de ser Amandita para ser la doctora Amanda Monti. La hija abogada del juez Monti y la escribana Urquiza. La casa estaba vacía y olía a harina, azúcar y bananas mezclándose en el horno. Olía a Amalia. A la abuela Amalia. Como cada día el despertador de Amanda sonó a las nueve de la mañana. Por la cocina ya habían pasado sus dos hermanos menores –Lisandro y Lautaro- y sus padres. Los gemelos comieron dos tostadas de pan de salvado con manteca y mermelada de arándanos cada uno y un poco de cereales. La doctora Ana Urquiza sólo un café negro. Sin azúcar ni edulcorante. Estaba empecinada con una dieta que la dejaría con el cuerpo sin grasas y gracia. El padre de la familia sólo le pidió a Noemí un jugo de naranja mientras hojeaba La Nación en la inmensidad de su escritorio. Noemí ya se había asegurado de recibir los ramos de Líliums y Gerberas que tanto le gustan al juez Salvador Monti. Los Líliums amarillos irían en la consola estilo imperio que está debajo de la escalera y las Gerberas naranjas al estudio del juez, en el florero que su madre Amalia le había traído de su última visita por Pamplona.  Cuando Amanda se levantó todo estaba como siempre: el perro cavando en el pasto, Noemí con la aspiradora, la radio encendida en Continental, las tazas y vasos del desayuno secándose en la pileta de la cocina, el lavarropas andando y ella como ajena en su propia casa. Sólo que esa mañana olía a scones.

Las casualidades no existen, pensó Amanda mientras dejaba correr el agua caliente que caía de la ducha. Hizo la misma rutina de todas las mañanas. Correr la cortina de la ventana de su habitación para ver si sus padres ya habían salido, prender la computadora, encender un cigarrillo y abrir la canilla de agua caliente. El olor a scones invadió la planta alta de la casa de los Monti. En el barrio cerrado “Las hortensias” todos los llaman “Los Monti”. Ese olor fue el mismo que sintió aquel día en que le contó a su abuela Amalia que estaba pensando en suicidarse. En suicidarse como su hermano mayor Leopoldo. Le dijo que no tomaría pastillas. En realidad le dijo que no sabía cómo, pero que tomar pastillas no sería original. Que ya había un antecedente en la familia. Que para qué repetir la historia. Su abuela no pudo decirle nada por más que haya querido. Su abuela era su confidente desde que Leopoldo se había muerto. Lo fue hasta que recibió la carta que llegó de Ámsterdam.

La abuela Amalia había dejado de ser la Amalia que tanto todos admiraban. Una esposa ejemplar, una madre admirable y una maestra inolvidable.  El alzhéimer borró todo: las cartas de los ex alumnos, el piso de Pinotea que adoraba, los scones de bananas, los cuentos de Cortázar, las tardes de té y Backgammon con sus compañeras de la secundaria, las rosas rojas, los hijos, los nietos, todo. Prácticamente la enfermedad la había vaciado. Amalia llegó a la clínica Méndez dos días después  de que se suicidara su primer nieto. Su único hijo había tomado la decisión de internarla. Para Salvador su madre no había enloquecido. No creía en el diagnóstico de la junta médica. Demencia senil de tipo Alzheimer (DSTA), le dijeron. El creyó –y cree- que no soportó la vida sin Leopoldo.

“El hijo del juez camarista Salvador Monti se ahorcó ayer en la casa de su mejor amigo”, decía la primera línea del artículo de “La Prensa”. Salvador Monti había dejado de leer “La Prensa” desde aquella tapa que lo asoció con un caso de corrupción por narcotráfico. Ese mismo día dio la orden de que a su casa sólo llegará “La Nación”, de lunes a lunes, y “Clarín” sólo los domingos. Nunca se perdonó aparecer en esa tapa. Había trabajado treinta y siete años para el poder judicial y nunca nadie había puesto en tela de juicio su buen nombre. Su apellido. No respetan ni ser el hijo de un ministro de la Corte, pensó. Ese mismo día agradeció que su padre ya hubiera muerto. Nunca se lo hubiera perdonado.

“Leopoldo tenía 25 años y era abogado. La familia judicial lamentó la pérdida de un gran fiscal. El juez Monti recibió cientos de llamados y el mismo tomó la decisión de velar el cuerpo de su hijo a cajón cerrado”, decía el artículo periodístico que estaba apoyado en la mesa de roble en el comedor de su abuela Amalia. La casa en donde había crecido. La casa en la que soñaba vivir. La cocina era su lugar preferido. A Amanda le pasaba lo mismo. Había una conexión especial entre Leopoldo y Amanda. Y eso que no eran hermanos de sangre. 

Cuando Leopoldo cumplió 11 años, su padre lo sentó frente a él en el escritorio por primera vez en su vida. En un acto repleto de formalismo y solemnidades, Monti le dijo a su hijo que no era su hijo. No de sangre. Le contó que lo habían adoptado y que para él era muy importante que supiese la verdad. Toda, dijo tajante y sin dejar lugar para las preguntas. Siempre quisimos ser padres pero tu madre no podía quedar embarazada. Por eso no dudamos cuando nos dieron la posibilidad de adoptarte, trató de explicarle. Leopoldo –dijo el padre con serenidad y con la mirada fija, clavada en los ojos de aquel niño de 11 años-   queremos que sepas que tu hermana Amanda también es adoptada. Deberás guardar este secreto por un tiempo. Cuando ella tenga tu misma edad de hoy se lo diremos, agregó Monti como un ingeniero que tiene todo estudiado. Incluso las palabras.

Para la prensa, Facundo Iraza era el mejor amigo del hijo del juez que se acaba de suicidar. Los que los conocían bien sabían que eran el uno para el otro. Lo primero que le gustó a Facundo fue la sonrisa perfecta de Leopol, como lo llamaba. Cada vez que podía se lo decía. Pero Leopoldo últimamente no sonreía. Eso a Facundo lo tenía algo inquieto. Sabía que Salvador Monti no había aprobado que su hijo tenga un novio actor. Quizá te perdonaría si fuera abogado, le dijo. Ana opinó como su marido. Nunca lo contradijo en nada y muchos menos ahora. Ese mismo día dejó de vivir en la casa con sus tres hermanos. Se mudó a un departamento que le prestó una amiga. Tomo la decisión cuando su padre le dijo que nunca –pero nunca- podía entrar a su casa acompañado de un hombre. Que a él no le importaba lo que hacía en su intimidad. Que igual daba. Que ya había sido decepcionado. 

Leopoldo lo amaba con locura, le dijo Amanda a su madre cuando se enteró que su hermano estaba muerto. Se amaban, agregó. Leopoldo amaba la libertad de Facundo. Amaba que sea artista. Adoraba verlo a actuar. No le importaba que sea en galpones viejos o sociedades de fomento sin techo. Mucho menos le molestaba que el público le diera la espalda. Él siempre estaba. En primera fila. Quería verlo bien de cerca. Quería verle esas pestañas largas que tanto le gustaban. Quería sentir esa transpiración, mezcla de nervios y apasionamiento. En definitiva, Leopoldo admiraba que Facundo sea honesto con él mismo. El no lo había sido. El hubiera querido ser periodista. Hubiera querido hacer realidad aquel juego de la infancia cuando colgaban una maraca de una araña en la casa de la abuela Amalia y con Amanda jugaban a la radio. Transmitían en vivo y en directo. Cortaban recortes del diario y los leían. Después ponían un cassette de Los Parchís y musicalizaban la transmisión.

“Soy Leopoldo, tengo 23 años. Soy alto, tengo algo de panza pero todos dicen que soy lindo”, esa era la presentación que Leopoldo había grabado en “La línea”. El chat telefónico donde conoció a Facundo era el único espacio en donde Leopoldo era libre. En donde su homosexualidad no era mala palabra. A Leopoldo ni se le cruzó por la cabeza que en su presentación podría haber mentido. Esa fue la primera pelea que tuvo con Facundo. Es que Facundo primero fue Federico. Y Leopoldo había agendado en su teléfono Federico. No Facundo. Cómo alguien puede mentir con el nombre, le dijo. Cómo alguien puede jugar con la identidad, le preguntó muy molesto. Fue algo sin pensar y sin mala intención, le respondió Facundo. Cómo alguien va a dar su verdadero nombre, en qué cabeza cabe, reprochó Facundo. ¿No pensaste que tu padre o tus compañeros de trabajo podían estar en la misma que vos?, agregó Facundo descolocando a Leopoldo que siempre tenía respuestas para todo. Para todo, pero menos para las cuestiones prácticas de la homosexualidad. Leopoldo odiaba la palabra “homosexual”. Nunca la usaba. 

Me gustan los hombres, le dijo el día que le contó a Amanda que estaba de novio con Facundo. ¿Sos puto?, dijo su hermana provocándole ira. Me gustan los hombres y no me gustan las etiquetas, que te quede claro, le dijo. Amanda nunca más volvió a usar “puto”, “homosexual” “gay” o “marica”. Conocía muy bien a su hermano y sabía que él decía las cosas una sola vez. Ese día se abrazaron. Se besaron. Se miraron a los ojos y, sin decirlo, se sintieron extrañamente hermanos. Sabían que no lo eran, pero algo visceral los unió en ese llanto compartido. Amanda lo lleno a preguntas. Quería saber quién era Facundo: el color de ojos, el pelo, las manos, el culo, las piernas, profesión, todo. Para Leopoldo fue raro encontrarse contándole a su hermana que su novio era alto como él, metro ochenta y pico. Que era actor, de Boca, fanático de Boca. Que cocinaba muy rico. Que siempre le hacía un plato distinto. Que era súper masculino. Le dijo que si se lo cruzaba en la calle, seguro se daría vuelta a mirarlo. Le contó que tiene manos bien grandes, que le dan mucha seguridad y que lo excitan. 

Amanda se sorprendió al escucharlo. Jamás lo había oído hablar de algo tan íntimo. Se sorprendió pero dejó que siga. Le encantó ver ese nuevo Leopoldo. Tan distinto y lejano de la perfección que solía venderle a todos. Tan Monti, resumía Amanda cada vez que su hermano actuaba como su padre. Le prometió que se conocerían en breve y pronosticó que se llevarían bien. Que Facundo sea de Chacabuco le gustó. Siempre pensó que la gente del interior es mejor que los que nacen en una gran ciudad. Tienen menos prejuicios, sostenía Leopoldo. Lo único que Leopoldo omitió ese día fue la forma en que se conocieron. Omitió la primera pregunta de su hermana. Pero Leopoldo tenía una habilidad especial para poder cambiar de tema sin que nadie se dé cuenta. Ese día lo hizo por vergüenza. O por prejuicios. No quiso contarle a Amanda que había grabado un mensaje en donde muchos chicos como él dejan mensajes para conocer amantes, parejas o lo que sea. Para eso no se animó. Amanda sabía que desde ese día serían más cómplices que antes. Mucho más que antes.