El
pasaporte de Amanda
(2)
Después de recibir la carta
de Ámsterdam, Leopoldo pasó por el estudio de su madre en la esquina de 10 y
53. Frente al Teatro Argentino. Desde allí todos los sueños de ser
cantante eran posibles. Infinidad de veces cantó a los gritos desde el balcón
que se asoma sobre calle 10 con vista privilegiada. Había una canción de Frank
Sinatra que su abuela Amalia siempre se la cantaba. Se llama “A mi manera”, le
dijo Amalia. Leopoldo apenas sabía las letras cuando se la enseñó a
cantar en inglés. Más tarde supo que esa letra sería su himno personal. Él la
prefería en castellano. Por más que la letra sonará en inglés, tenía la
facilidad de entonarla a la par en castellano. Sus amigos le criticaban que
escuchara a María Martha Serra Lima interpretando esa canción. A él le
fascinaba. Podía repetirla mil veces. Esa mañana de agosto, con el sobre en la
mano y decidido a hablar con su madre, se tomó un taxi desde la terminal de ómnibus
y el taxista escuchaba esa misma canción. No debería estar escuchando esa
canción, pensó Leopoldo. No esa mañana. Se sentó, le indicó la dirección, se
quitó los guantes de cuero negro y cantó para adentro.
He amado/he reído y llorado/ tuve malas
experiencias/me tocó perder/ y ahora que las lágrimas ceden/ encuentro tan
divertido pensar que hice todo eso/ y permitirme decir, sin timidez/ oh, no, oh
no, a mí no, yo sí lo hice a mi manera.
Lloró.
Se secó las lágrimas con la mano derecha y siguió escuchando. Leopoldo no creía
en las coincidencias. No existen, le enseñó su padre. ¿No existen?, se
preguntaba sentado en ese taxi con olor a humedad y pensando en su abuela.
Miraba el sobre, levantaba la cabeza, la mirada se perdía en alguna vereda y
seguía tarareando. Pensó que después de hablar con su madre podría pasar por lo
de su abuela a cantarle esa misma canción. Pensó en por qué había dejado de ir
con frecuencia a visitarla, si eso era una de las pocas cosas que más disfrutaba
de la vida. Enseguida supo la respuesta. Haber aceptado el cargo de fiscal. El
cargo que tanto orgullo sintió su padre el día que juró en el Palacio de
Tribunales. Cuando el taxista le dijo que el viaje eran veintidós pesos,
Leopoldo no escuchó. Veintiún con 90 pero no tengo monedas, ¿le parece bien si
redondeo en los 22?, le preguntó el hombre de anteojos y dientes torcidos que
se dio vuelta y lo miró fijó a los ojos. Leopoldo sacó la billetera del saco,
le dio veinticinco pesos y le dijo que se quedara con el vuelto. En realidad
creyó haber escuchado que el hombre pelado le dijo veinticuatro con noventa y
por eso le agregó que se quedara con el vuelto. A él no le gustaba hablar con
taxistas. Pero esa mañana, eso era lo de menos. Es más, se subió a un Peugeot
504 cuando nunca tomaba ese modelo de auto. Lo detestaba. Le molestaba que el
dueño de un Peugeot 504 le cobre lo mismo que otro que tiene un auto más nuevo
y en condiciones. Pero cuando lo paró, no se dio cuenta qué auto era. Cuando
Leopoldo abría la puerta del taxi con la licencia borrosa, una mujer le
preguntó si quedaba libre. Tampoco la escuchó. La mujer insistió y él siguió
como si nada. La mujer lo insultó por ser tan descortés, pero él ni siquiera la
escuchó.
Caminó un par de pasos hasta que tocó el portero en la escribanía de
su madre. Del otro lado creyó escuchar a Elsa. De pronto sonó la misma voz de
aquella mujer que lo iba a buscar a la escuela todas las tardes y lo llevaba
hasta su casa. Enseguida asoció que el hecho de que no le gusten los taxis es
porque Elsa siempre lo hacía tomar uno por siete cuadras. Es la orden de la Doctora y no se discute. Vos venís conmigo, te dejo en la puerta de la casa de tu abuela y
hasta que no entras yo no me voy, repetía con fidelidad la tía Elsa. Así sus padres querían que la llamen: “tía Elsa”.
Sí,
quién es, preguntó la mujer del otro lado del portero. Elsa soy Leopoldo,
contestó. Elsa no trabaja más, pero ya le abro; suba, le dijo la nueva
empleada. Leopoldo hubiera jurado que esa voz era la de Elsa. ¿Desde cuándo
Elsa no trabaja más en el estudio de mamá?, ¿ya nadie me cuenta nada?, le
preguntó Leopoldo a Amanda cuando se la encontró en el primer piso, sentada detrás
de su escritorio.
Su
hermana le había contado que la semana pasada Elsa se había jubilado y hasta le
recriminó que él no haya ido a la cena de despedida que se organizó en el
restaurant "El Quijote". Esa noche Leopoldo no apareció. A todos les llamó la
atención. Jamás hubiera faltado sin avisar. Y más tratándose de la tía Elsa.
Hace días que anda con la cabeza en vaya a saber qué, le dijo Amanda a su madre.
Ella creía que se había peleado con Facundo, pero eso no se lo podía contar.
Desde que su hermano blanqueó su relación, su madre le pidió por favor que nunca
tocara ese tema con ella. Las sospechas de Amanda estaban fundadas en el
llamado que recibió de su cuñado. ¿No sabés por qué está tan raro tu hermano?
¿Volvió a discutir con tu papá?, le preguntó Facundo. Ambos habían notado que a
Leopoldo algo le sucedía. Raros somos todos en esta familia, recuerda que le
respondió. Pero Amanda siguió ensimismada con la rutina de la escribanía y no
reparó en el carácter extraño de su hermano hasta que el comisario Torres se lo
preguntó. El policía la interrogó por rutina, unos días después del suicidio, y
ella no supo qué contestar. Estaba inmóvil. Se reprochó estar ocupada en
recibirse. En haberle dedicado poco tiempo. No entendía cómo ella no pudo
anticipar eso. En realidad nunca se le cruzó por la cabeza que su hermano se
suicidaría en la casa de su pareja.
Me
voy a Ámsterdam por seis meses. El 2000 me llega en Europa. Seguro que vuelvo
para tu recibida. Me salió una obra allá. Cuando vuelva te llamo, decía el
escueto mail que Facundo le mandó a Amanda. Apenas terminó de leerlo, agarró el
teléfono y lo llamó. Soy Facu, ahora no estoy pero dejá tu mensaje, le dijo la
voz de Facundo grabada en el contestador del teléfono. Se enfureció. Habían
estado juntos el fin de semana pasado y jamás le había anticipado nada. Desde
que Leopoldo murió, la relación se había intensificado. Él quería saber todo de
ella. La llamaba dos veces al día. Cenaban casi todas las noches juntos y los
fines de semana prácticamente parecían novios. Esa simbiosis despertó la ira de
sus padres. Volvían a desaprobar a ese chico que, para ellos, era el causante
del suicidio de su primer hijo. Facundo no tiene nada que ver, nadie sabe qué
pasó. A mí me hace bien estar con él. Les ruego que por favor no me cuestionen,
no ahora, les pidió Amanda a sus padres una noche que sonó la bocina del auto
de Facundo avisando que la esperaba afuera de su casa.
¿Conoces
a Héctor Arlegui?, le preguntó Leopoldo a su madre. La doctora Ana Urquiza de
Monti estaba sentada y tenía un papel en la mano. Se levantó, se le cayó el
expediente, lo miró a los ojos y le preguntó: ¿Héctor qué? Arlegui, Ar-le-gui,
deletreó Leopoldo. Cuando Ana se agachó a levantar la hoja, entró Amanda. ¿Todo
bien?, preguntó sin saber que en ese despacho algo pasaba. Por ahora, sí, dijo
Leopoldo. No, no conozco a nadie con ese nombre. ¿Es un cliente del estudio?,
preguntó la escribana con un leve temblequeo en las manos. Él te conoce, a vos y
a papá. Va eso me dijo, en realidad me lo escribió. ¿Y a Graciela Lupe? ¿La conoces?
Lupe me suena, me suena, dijo la mujer algo nerviosa.
Leopoldo
quería ir a lo de su abuela pero en la cabeza tenía dos nombres: Héctor Arlegui
y Graciela Lupe. Ese día se reprochó no saber manejar. Llamó a su oficina y dijo
que no iría a trabajar. Cuestiones personales, explicó. Cuando cortó, buscó en
los contactos de su teléfono el nombre de un colega y no lo encontró. Volvió a
llamar a la oficina y pidió el número del doctor Lorenzo López, el especialista
en Derechos Humanos. Se lo dieron y lo llamo. Necesito verte con urgencia, le
dijo. López le dijo que lo esperaba al mediodía. Acordaron encontrarse en el
bar de 13 y 48. Leopoldo antes pasó por su casa, llamó a Facundo y se cambió la
ropa. Cuando llegó, llamó por teléfono a su abuela pero nadie atendió.
Dejó el mensaje y le avisó que esa tarde pasaría a visitarla. Prendió la radio.
Una locutora leyó el título de un flash con música de fondo en tono alarmante: “Insólito
accidente provocado por bailanteros: 9 lastimados”. Leopoldo sólo escuchó la
palabra bailanteros. “El grupo bailantero "Los Chakales" había
comenzado el show cuando una gran cantidad de fanáticos colmaban las
instalaciones del boliche Eskandalo, en City Bell. Todo era una fiesta. Sin
embargo, una bomba lanzapapelitos, que había sido instalada sobre el escenario,
explotó sobre el público. Hubo pánico y nueve personas terminaron en el
hospital de Gonnet”, completó un locutor. Para ese entonces, Leopoldo había
puesto agua en la pava para hacerse un té. Espero que el agua hirviera sentado
en la mesada. Miró por la ventana que se asoma a la calle y decidió ver que podía
rastrear de todo lo que decía esa carta. Con la mano izquierda sostenía la taza
y con la derecha hojeaba la guía telefónica. Fue hasta a la “h” y bajó con la
mirada hasta la “he”. Encontró varios “Héctor”, pero ningún “Arlegui”. Después
hizo lo mismo con el de Graciela Lupe. Encontró a una mujer con ese nombre y la
llamó. Marcó el número y un señor con voz de viejo le dijo que su esposa había
muerto en 1986. Se disculpó, supo por la fecha que no era la mujer que buscaba.
Según la carta, Lupe había muerto diez años antes. Cuando tomó el último sorbo
del té, analizó a dónde tendría que ir. ¿A las Madres o a las Abuelas de Plaza
de Mayo? Estaba confundido. Cerró los ojos. Se llevó una mano a la frente y se
le cayó una lágrima: primero recorrió el pómulo colorado y después se perdió en
la comisura del labio.