El
pasaporte de Amanda
(1)
Esa mañana no debía oler a
scones. No esa mañana. No esa mañana en que Amanda dejaría de ser Amandita para
ser la doctora Amanda Monti. La hija abogada del juez Monti y la escribana
Urquiza. La casa estaba vacía y olía a harina, azúcar y bananas mezclándose en
el horno. Olía a Amalia. A la abuela Amalia. Como cada día el despertador de
Amanda sonó a las nueve de la mañana. Por la cocina ya habían pasado sus dos
hermanos menores –Lisandro y Lautaro- y sus padres. Los gemelos comieron dos
tostadas de pan de salvado con manteca y mermelada de arándanos cada uno y un poco
de cereales. La doctora Ana Urquiza sólo un café negro. Sin azúcar ni
edulcorante. Estaba empecinada con una dieta que la dejaría con el cuerpo sin
grasas y gracia. El padre de la familia sólo le pidió a Noemí un jugo de
naranja mientras hojeaba La Nación en la inmensidad de su escritorio. Noemí ya
se había asegurado de recibir los ramos de Líliums y Gerberas que tanto le
gustan al juez Salvador Monti. Los Líliums amarillos irían en la consola estilo
imperio que está debajo de la escalera y las Gerberas naranjas al estudio del
juez, en el florero que su madre Amalia le había traído de su última visita por
Pamplona. Cuando Amanda se levantó todo estaba como siempre: el perro cavando en
el pasto, Noemí con la aspiradora, la radio encendida en Continental, las tazas
y vasos del desayuno secándose en la pileta de la cocina, el lavarropas andando
y ella como ajena en su propia casa. Sólo que esa mañana olía a scones.
Las casualidades no existen,
pensó Amanda mientras dejaba correr el agua caliente que caía de la ducha. Hizo
la misma rutina de todas las mañanas. Correr la cortina de la ventana de su
habitación para ver si sus padres ya habían salido, prender la computadora,
encender un cigarrillo y abrir la canilla de agua caliente. El olor a scones
invadió la planta alta de la casa de los Monti. En el barrio cerrado “Las
hortensias” todos los llaman “Los Monti”. Ese olor fue el mismo que sintió aquel
día en que le contó a su abuela Amalia que estaba pensando en suicidarse. En
suicidarse como su hermano mayor Leopoldo. Le dijo que no tomaría pastillas. En
realidad le dijo que no sabía cómo, pero que tomar pastillas no sería original.
Que ya había un antecedente en la familia. Que para qué repetir la historia. Su
abuela no pudo decirle nada por más que haya querido. Su abuela era su
confidente desde que Leopoldo se había muerto. Lo fue hasta que recibió la
carta que llegó de Ámsterdam.
La abuela Amalia había dejado de ser
la Amalia que tanto todos admiraban. Una esposa ejemplar, una madre admirable y
una maestra inolvidable. El alzhéimer
borró todo: las cartas de los ex alumnos, el piso de Pinotea que adoraba, los
scones de bananas, los cuentos de Cortázar, las tardes de té y Backgammon con
sus compañeras de la secundaria, las rosas rojas, los hijos, los nietos, todo. Prácticamente
la enfermedad la había vaciado. Amalia llegó a la clínica Méndez dos días
después de que se suicidara su primer
nieto. Su único hijo había tomado la decisión de internarla. Para Salvador su madre no había enloquecido.
No creía en el diagnóstico de la junta médica. Demencia senil de tipo Alzheimer
(DSTA), le dijeron. El creyó –y cree- que no soportó la vida sin Leopoldo.
“El hijo del juez camarista
Salvador Monti se ahorcó ayer en la casa de su mejor amigo”, decía la primera
línea del artículo de “La Prensa”. Salvador Monti había dejado de leer “La
Prensa” desde aquella tapa que lo asoció con un caso de corrupción por
narcotráfico. Ese mismo día dio la orden de que a su casa sólo llegará “La
Nación”, de lunes a lunes, y “Clarín” sólo los domingos. Nunca se perdonó
aparecer en esa tapa. Había trabajado treinta y siete años para el poder
judicial y nunca nadie había puesto en tela de juicio su buen nombre. Su
apellido. No respetan ni ser el hijo de un ministro de la Corte, pensó. Ese
mismo día agradeció que su padre ya hubiera muerto. Nunca se lo hubiera
perdonado.
“Leopoldo tenía 25 años y
era abogado. La familia judicial lamentó la pérdida de un gran fiscal. El juez
Monti recibió cientos de llamados y el mismo tomó la decisión de velar el
cuerpo de su hijo a cajón cerrado”, decía el artículo periodístico que estaba
apoyado en la mesa de roble en el comedor de su abuela Amalia. La casa en donde
había crecido. La casa en la que soñaba vivir. La cocina era su lugar
preferido. A Amanda le pasaba lo mismo. Había una conexión especial entre
Leopoldo y Amanda. Y eso que no eran hermanos de sangre.
Cuando Leopoldo cumplió
11 años, su padre lo sentó frente a él en el escritorio por primera vez en su vida. En un
acto repleto de formalismo y solemnidades, Monti le dijo a su hijo que no era
su hijo. No de sangre. Le contó que lo habían adoptado y que para él era muy
importante que supiese la verdad. Toda, dijo tajante y sin dejar lugar para las preguntas. Siempre quisimos ser padres pero tu madre no
podía quedar embarazada. Por eso no dudamos cuando nos dieron la posibilidad de
adoptarte, trató de explicarle. Leopoldo –dijo el padre con serenidad y con la
mirada fija, clavada en los ojos de aquel niño de 11 años- queremos que sepas que tu hermana Amanda también
es adoptada. Deberás guardar este secreto por un tiempo. Cuando ella tenga tu
misma edad de hoy se lo diremos, agregó Monti como un ingeniero que tiene todo
estudiado. Incluso las palabras.
Para la prensa, Facundo
Iraza era el mejor amigo del hijo del juez que se acaba de suicidar. Los que los conocían bien sabían que eran el
uno para el otro. Lo primero que le gustó a Facundo fue la sonrisa perfecta de
Leopol, como lo llamaba. Cada vez que podía se lo decía. Pero Leopoldo
últimamente no sonreía. Eso a Facundo lo tenía algo inquieto. Sabía que
Salvador Monti no había aprobado que su hijo tenga un novio actor. Quizá te
perdonaría si fuera abogado, le dijo. Ana opinó como su marido. Nunca lo contradijo
en nada y muchos menos ahora. Ese mismo día dejó de vivir en la casa con sus
tres hermanos. Se mudó a un departamento que le prestó una amiga. Tomo la
decisión cuando su padre le dijo que nunca –pero nunca- podía entrar a su casa
acompañado de un hombre. Que a él no le importaba lo que hacía en su intimidad.
Que igual daba. Que ya había sido decepcionado.
Leopoldo lo amaba con
locura, le dijo Amanda a su madre cuando se enteró que su hermano estaba
muerto. Se amaban, agregó. Leopoldo amaba la libertad de Facundo. Amaba que sea
artista. Adoraba verlo a actuar. No le importaba que sea en galpones viejos o
sociedades de fomento sin techo. Mucho menos le molestaba que el público le
diera la espalda. Él siempre estaba. En primera fila. Quería verlo bien de
cerca. Quería verle esas pestañas largas que tanto le gustaban. Quería sentir
esa transpiración, mezcla de nervios y apasionamiento. En definitiva, Leopoldo
admiraba que Facundo sea honesto con él mismo. El no lo había sido. El hubiera
querido ser periodista. Hubiera querido hacer realidad aquel juego de la
infancia cuando colgaban una maraca de una araña en la casa de la abuela Amalia
y con Amanda jugaban a la radio. Transmitían en vivo y en directo. Cortaban recortes
del diario y los leían. Después ponían un cassette de Los Parchís y
musicalizaban la transmisión.
“Soy Leopoldo, tengo 23
años. Soy alto, tengo algo de panza pero todos dicen que soy lindo”, esa era la
presentación que Leopoldo había grabado en “La línea”. El chat telefónico donde
conoció a Facundo era el único espacio en donde Leopoldo era libre. En donde su
homosexualidad no era mala palabra. A Leopoldo ni se le cruzó por la cabeza que
en su presentación podría haber mentido. Esa fue la primera pelea que tuvo con
Facundo. Es que Facundo primero fue Federico. Y Leopoldo había agendado en su
teléfono Federico. No Facundo. Cómo alguien puede mentir con el nombre, le
dijo. Cómo alguien puede jugar con la identidad, le preguntó muy molesto. Fue
algo sin pensar y sin mala intención, le respondió Facundo. Cómo alguien va a
dar su verdadero nombre, en qué cabeza cabe, reprochó Facundo. ¿No pensaste que
tu padre o tus compañeros de trabajo podían estar en la misma que vos?, agregó
Facundo descolocando a Leopoldo que siempre tenía respuestas para todo. Para
todo, pero menos para las cuestiones prácticas de la homosexualidad. Leopoldo
odiaba la palabra “homosexual”. Nunca la usaba.
Me gustan los hombres, le dijo
el día que le contó a Amanda que estaba de novio con Facundo. ¿Sos puto?, dijo
su hermana provocándole ira. Me gustan los hombres y no me gustan las
etiquetas, que te quede claro, le dijo. Amanda nunca más volvió a usar “puto”,
“homosexual” “gay” o “marica”. Conocía muy bien a su hermano y sabía que él
decía las cosas una sola vez. Ese día se abrazaron. Se besaron. Se miraron a
los ojos y, sin decirlo, se sintieron extrañamente hermanos. Sabían que no lo
eran, pero algo visceral los unió en ese llanto compartido. Amanda lo lleno a
preguntas. Quería saber quién era Facundo: el color de ojos, el pelo, las
manos, el culo, las piernas, profesión, todo. Para Leopoldo fue raro encontrarse
contándole a su hermana que su novio era alto como él, metro ochenta y pico.
Que era actor, de Boca, fanático de Boca. Que cocinaba muy rico. Que siempre le
hacía un plato distinto. Que era súper masculino. Le dijo que si se lo cruzaba
en la calle, seguro se daría vuelta a mirarlo. Le contó que tiene manos bien
grandes, que le dan mucha seguridad y que lo excitan.
Amanda se sorprendió al
escucharlo. Jamás lo había oído hablar de algo tan íntimo. Se sorprendió pero
dejó que siga. Le encantó ver ese nuevo Leopoldo. Tan distinto y lejano de la
perfección que solía venderle a todos. Tan Monti, resumía Amanda cada vez que
su hermano actuaba como su padre. Le prometió que se conocerían en breve y
pronosticó que se llevarían bien. Que Facundo sea de Chacabuco le gustó.
Siempre pensó que la gente del interior es mejor que los que nacen en una gran
ciudad. Tienen menos prejuicios, sostenía Leopoldo. Lo único que Leopoldo
omitió ese día fue la forma en que se conocieron. Omitió la primera pregunta de
su hermana. Pero Leopoldo tenía una habilidad especial para poder cambiar de
tema sin que nadie se dé cuenta. Ese día lo hizo por vergüenza. O por
prejuicios. No quiso contarle a Amanda que había grabado un mensaje en donde
muchos chicos como él dejan mensajes para conocer amantes, parejas o lo que
sea. Para eso no se animó. Amanda sabía que desde ese día serían más cómplices
que antes. Mucho más que antes.
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